Suscribo totalmente la respuesta del teólogo J. M. Tillard a esta cuestión que nos toca de lleno: <<Somos inexorablemente los últimos testigos de una cierta manera de ser cristianos, los últimos de todo un estilo de cristianismo>>.
Todos somos conscientes de que nuestras comunidades han envejecido, tanto los creyentes como los sacerdotes, cada día menos numerosos y sin relieve. En nuestro mundo occidental la Iglesia se ha debilitado, y una gran parte de la comunidad cristiana ha abandonado la práctica. La transmisión generacional de la fe presenta grandes lagunas. Una prospección sociológica no daría ninguna expectativa de supervivencia.
Sin obviar un análisis lúcido de esta situación y la preocupación inherente a los cambios culturales que a menudo nos rebasan, hay que valorar si el momento presente de debilidad no puede propiciar unas iglesias reducidas a pequeños restos de creyentes convencidos y practicantes se su fe que se reunirán en torno a lo esencial y prescindan del lastre de lo innecesario.
Lejos del pesimismo catastrofista y de repliegue, esta situación de debilidad puede ser una oportunidad. El Espíritu de Dios no es ajeno a la tarea de purificación de las Iglesias. Una exigencia que hará creíbles las razones de vivir que puede aportar la Iglesia del Evangelio en nuestra historia humana menudo desesperanzada.
Como concluye Tillard, los creyentes estamos obligados a interrogarnos porqué nuestra
manera de hacer presente el evangelio no consigue hacerlo apasionante para aquellos que busquen un sentido en su vida.
Salvador Carmaniu, Biólogo, en "La Hoja Parroquial", de la Diócesis de Girona, 21/10/18